26/10/09 Patrici Calvo
Durante los últimas días, dos noticias aparecidas en la prensa han causado cierta perturbación en la opinión pública. Por una parte, el compromiso alcanzado por los países del G-20 para ejercer un mayor control estatal sobre los “bonus” que perciben los altos ejecutivos de sus empresas, incentivos que se adentran en la irresponsabilidad y que dañan más si cabe la imagen actual de la organización profesional. Y por otra parte, el anuncio de los “módicos” tres millones de euros que va a percibir anualmente el vicepresidente de la segunda entidad financiera española en concepto de prejubilación, hecho que irradia cierto sarcasmo teniendo en cuenta la responsabilidad de las entidades financieras en la caótica situación actual que ha dejado en la miseria a varios millones de personas en todo el mundo.
Ambas cuestiones han producido una tercera noticia no menos interesante: la negativa de los comités de dirección de las empresas españolas a introducir en el Código Unificado de Buen Gobierno una cláusula donde se indique la necesidad de tener en cuenta la opinión del accionariado en todas aquellas cuestiones que tengan que ver con las remuneraciones de sus directivos. Con todo ello se comprueba que, en primer lugar, la RSI no termina en la satisfacción de los intereses legítimos de los/as trabajadores/as –cuestión defendida en el Libro Verde de la Comisión Europea 2001-, sino que abarca el conjunto de expectativas generalizables de todos los grupos internos de la organización profesional, y, en segundo lugar, que la participación interna es una de las tareas pendientes para la nueva empresa del siglo XXI, una empresa que armonice la consecución del beneficio económico con el respeto medioambiental y el desarrollo social.
Si bien a lo largo de los últimos tiempos el mundo empresarial se ha ido dando cuenta paulatinamente de la importancia de llevar a cabo una correcta gestión de los recursos humanos para el buen funcionamiento de la organización profesional, en la mayoría de los casos la aplicación de tales ideas en el seno de las empresas se ha centrado tradicionalmente en desarrollar su potencial estratégico, funcional y motivacional, dejando de lado el valor normativo que atesora y que permite la superación de los diferentes conflictos internos que minimizan la consecución del beneficio económico, social y medioambiental de la empresa.
No es de extrañar, por tanto, que la participación sea hoy uno de los conceptos más desgastados dentro del ámbito interno de la empresa. Mientras los directivos se empecinan en implementar políticas participativas internas que posibiliten un aumento de la productividad, una mejora de la calidad de los productos o un reforzamiento de la imagen corporativa con el fin de lograr maximizar el beneficio económico a corto plazo, los trabajadores y los accionistas reivindican su desarrollo en la empresa para mejorar los salarios y las condiciones laborales por una parte y para controlar su inversión por otra.
No se trata de aparcar u obviar tales cuestiones, pero la participación es mucho más que una herramienta de satisfacción de necesidades concretas. Es un hecho cuyo acontecer dignifica al ser humano, aumenta los límites de la ciudadanía, desarrolla las sociedades y permite a la organización profesional -a través del entendimiento con sus Stakeholders internos- gestionar y potenciar debidamente los recursos intangibles necesarios para su correcto funcionamiento, recursos que permiten tanto su existir como la concreción de su potencialidad: lograr la excelencia empresarial. Si la empresa no respeta las capacidades participativas del ser humano para tomar parte en todo aquello que le afecta, difícilmente logrará involucrarlos en un proyecto común, pero mucho menos solucionar los diferentes conflictos de interés que afloran en su seno y que minimizan la consecución del beneficio.
La empresa del siglo XXI, más si cabe en estos momentos de crisis donde los recursos humanos escasean, debe abordar con interés una reconstrucción de su sentido interno, potenciando al máximo la inclusión de sus diferentes Stakeholders internos a través de la implementación de políticas participativas que permitan el diálogo y el posible entendimiento dentro de la organización profesional. No sólo porque con ello está respetando al ser humano en tanto que ser humano, en tanto que fin en sí mismo, sino porque mediante su concreción y desarrollo aborda una necesidad ineludible para la organización profesional, ya que a través de la participación puede –entre otras cosas– legitimar sus acciones y decisiones, potenciar el engagement con sus trabajadores, proveedores, directivos y accionistas, conocerse mejor a sí misma para corregir errores de carácter funcional, estratégico, motivacional o normativo, conocer me las necesidades de sus Stakeholders internos para poder definir mejor sus políticas, aprovechar en mayor grado el factor creativo de todos sus trabajadores para generar innovación, y tener acceso a los recursos morales necesarios para operar.
Por todo ello, es necesario que la empresa actual realice un esfuerzo importante para encontrar el camino o los caminos más adecuados que satisfagan tales propósitos. En primer lugar, potenciando la trasparencia a través de mantener debidamente informados a sus Stakeholders internos de todo cuanto acontece en la empresa. En segundo lugar, preocuparse de establecer los precisos espacios de diálogo internos que permitan su participación activa. Y finalmente, en tercer lugar lograr la sensibilización de la dirección hacia sus exigencias legítimas, teniéndolas en cuenta en toda toma de decisiones. La organización que consiga cumplir con estos requisitos, estará cada vez más cerca de ser una empresa del siglo XXI, una empresa a la altura de los tiempos.
Durante los últimas días, dos noticias aparecidas en la prensa han causado cierta perturbación en la opinión pública. Por una parte, el compromiso alcanzado por los países del G-20 para ejercer un mayor control estatal sobre los “bonus” que perciben los altos ejecutivos de sus empresas, incentivos que se adentran en la irresponsabilidad y que dañan más si cabe la imagen actual de la organización profesional. Y por otra parte, el anuncio de los “módicos” tres millones de euros que va a percibir anualmente el vicepresidente de la segunda entidad financiera española en concepto de prejubilación, hecho que irradia cierto sarcasmo teniendo en cuenta la responsabilidad de las entidades financieras en la caótica situación actual que ha dejado en la miseria a varios millones de personas en todo el mundo.
Ambas cuestiones han producido una tercera noticia no menos interesante: la negativa de los comités de dirección de las empresas españolas a introducir en el Código Unificado de Buen Gobierno una cláusula donde se indique la necesidad de tener en cuenta la opinión del accionariado en todas aquellas cuestiones que tengan que ver con las remuneraciones de sus directivos. Con todo ello se comprueba que, en primer lugar, la RSI no termina en la satisfacción de los intereses legítimos de los/as trabajadores/as –cuestión defendida en el Libro Verde de la Comisión Europea 2001-, sino que abarca el conjunto de expectativas generalizables de todos los grupos internos de la organización profesional, y, en segundo lugar, que la participación interna es una de las tareas pendientes para la nueva empresa del siglo XXI, una empresa que armonice la consecución del beneficio económico con el respeto medioambiental y el desarrollo social.
Si bien a lo largo de los últimos tiempos el mundo empresarial se ha ido dando cuenta paulatinamente de la importancia de llevar a cabo una correcta gestión de los recursos humanos para el buen funcionamiento de la organización profesional, en la mayoría de los casos la aplicación de tales ideas en el seno de las empresas se ha centrado tradicionalmente en desarrollar su potencial estratégico, funcional y motivacional, dejando de lado el valor normativo que atesora y que permite la superación de los diferentes conflictos internos que minimizan la consecución del beneficio económico, social y medioambiental de la empresa.
No es de extrañar, por tanto, que la participación sea hoy uno de los conceptos más desgastados dentro del ámbito interno de la empresa. Mientras los directivos se empecinan en implementar políticas participativas internas que posibiliten un aumento de la productividad, una mejora de la calidad de los productos o un reforzamiento de la imagen corporativa con el fin de lograr maximizar el beneficio económico a corto plazo, los trabajadores y los accionistas reivindican su desarrollo en la empresa para mejorar los salarios y las condiciones laborales por una parte y para controlar su inversión por otra.
No se trata de aparcar u obviar tales cuestiones, pero la participación es mucho más que una herramienta de satisfacción de necesidades concretas. Es un hecho cuyo acontecer dignifica al ser humano, aumenta los límites de la ciudadanía, desarrolla las sociedades y permite a la organización profesional -a través del entendimiento con sus Stakeholders internos- gestionar y potenciar debidamente los recursos intangibles necesarios para su correcto funcionamiento, recursos que permiten tanto su existir como la concreción de su potencialidad: lograr la excelencia empresarial. Si la empresa no respeta las capacidades participativas del ser humano para tomar parte en todo aquello que le afecta, difícilmente logrará involucrarlos en un proyecto común, pero mucho menos solucionar los diferentes conflictos de interés que afloran en su seno y que minimizan la consecución del beneficio.
La empresa del siglo XXI, más si cabe en estos momentos de crisis donde los recursos humanos escasean, debe abordar con interés una reconstrucción de su sentido interno, potenciando al máximo la inclusión de sus diferentes Stakeholders internos a través de la implementación de políticas participativas que permitan el diálogo y el posible entendimiento dentro de la organización profesional. No sólo porque con ello está respetando al ser humano en tanto que ser humano, en tanto que fin en sí mismo, sino porque mediante su concreción y desarrollo aborda una necesidad ineludible para la organización profesional, ya que a través de la participación puede –entre otras cosas– legitimar sus acciones y decisiones, potenciar el engagement con sus trabajadores, proveedores, directivos y accionistas, conocerse mejor a sí misma para corregir errores de carácter funcional, estratégico, motivacional o normativo, conocer me las necesidades de sus Stakeholders internos para poder definir mejor sus políticas, aprovechar en mayor grado el factor creativo de todos sus trabajadores para generar innovación, y tener acceso a los recursos morales necesarios para operar.
Por todo ello, es necesario que la empresa actual realice un esfuerzo importante para encontrar el camino o los caminos más adecuados que satisfagan tales propósitos. En primer lugar, potenciando la trasparencia a través de mantener debidamente informados a sus Stakeholders internos de todo cuanto acontece en la empresa. En segundo lugar, preocuparse de establecer los precisos espacios de diálogo internos que permitan su participación activa. Y finalmente, en tercer lugar lograr la sensibilización de la dirección hacia sus exigencias legítimas, teniéndolas en cuenta en toda toma de decisiones. La organización que consiga cumplir con estos requisitos, estará cada vez más cerca de ser una empresa del siglo XXI, una empresa a la altura de los tiempos.