José Manuel Carballido Cordero, 8/01/11
La neuroética puede ser definida como aquella ética aplicada al campo investigativo propio de la neurociencia. Pero también, como la neurociencia de la ética (Neil Levi, “Neuroethics: Challenges for the 21st Century”); en este sentido, se propondría ir más allá de las implicaciones que la neurociencia tiene para la sociedad, con el fin de examinar la posibilidad de un fundamento neurológico del conocimiento y comportamiento morales (Adina Roskies, Neuroethics for the New Millenium).
Adela Cortina, en su muy interesante conferencia de septiembre de 2010 en Valparaíso, también distingue ambos sentidos, denominando “ética aplicada” al primero y “ética (con pretensiones de ser) fundamental” al segundo. Dicha intervención de nuestra profesora en el III Congreso Internacional sobre Xavier Zubiri contempló al cerebro craneal como el único órgano en donde encontrar las bases del comportamiento moral, sin hacer referencia a los intrigantes y relativamente recientes estudios que mencionan la existencia de un sistema nervioso independiente alojado en el corazón de los seres humanos (compuesto por unas 40.000 neuronas), ni de su íntima conexión con el cerebro craneal.
En lo que resta de entrada a este blog, me propongo un triple objetivo: i) introducir al lector una nueva disciplina, la neurocardiología, y sus posibles consecuencias en el terreno de la fundamentación de la ética; ii) proponer una complementación a la respuesta que Adela Cortina da al desafío de la neuroética a la vista de lo recogido en i); iii) para concluir con cómo esta nueva rama del saber médico aporta de modo inesperado un respaldo al concepto de “razón cordial” de A. Cortina. Por lo tanto, recomiendo al lector que escuche la conferencia antes de seguir leyendo esta entrada.
i) La neurocardiología constituye la disciplina psicofisiológica que estudia la actividad neuronal propia del corazón (el órgano posee una red de neuronas independiente), así como sus flujos de información con el cerebro craneal (entre otros, vía sistema nervioso y hormonal). En 1991, el doctor J. Andrew Armour, pionero de la esta rama médica, introduce el concepto de cerebro del corazón, puesto que “el sistema nervioso del corazón contiene todos los elementos necesarios para el procesamiento de información” (2004: 79).
Desde el punto de vista fisiológico, el dr. Armour observa además que los dos centros neurológicos, el del corazón y el del cerebro, están conectados al menos por el sistema nervioso central y el sistema hormonal (desde 1981 se sabe que el corazón es una glándula endocrina que segrega hormonas, entre ellas la oxitocina u “hormona del amor”), por lo que la información fluye en ambas direcciones afectando profundamente la actividad del cerebro craneal. Al respecto, quiero destacar la siguiente particularidad:
“A pesar de que el cerebro craneal está diseñado para una comunicación en ambas direcciones entre los sistemas cognitivo y emocional, el número real de conexiones neuronales que salen de los centros emocionales hacia los centros cognitivos es mayor que el de las conexiones en dirección inversa. Esto explica, en parte, el tremendo poder de las emociones, en contraste con el mero pensamiento. Una vez que una emoción es experimentada, ésta se convierte en una motivadora poderosa de futuros comportamientos, afectando acciones puntuales, actitudes y logros a largo plazo” (Institute of Heart Math).
De esta manera, concluyo que si la neuroética pretende fundamentar neurológicamente la moral no puede obviar las investigaciones de la neurocardiología. La respuesta ha de estar no sólo en el cerebro craneal, sino en las relaciones más complejas de lo que hasta ahora había supuesto la ciencia entre corazón y cerebro.
ii) Lo que acabo de traer a colación no debe entenderse como una confirmación del “intuicionismo moral” tipo Jonathan Haidt, autor mencionado en la conferencia de Adela Cortina. Las emociones informan los pensamientos en gran medida, pero los pensamientos también a las emociones. Asumo que la neurocardiología permite pensar que ante dilemas morales tomados en serio, ambos centros están trabajando en la búsqueda de la mejor decisión posible y que, por lo tanto, sí somos capaces de dar razones convincentes de por qué hicimos A o B, lo cual es fundamental, además, para poner en cuestión muy seriamente el puro emotivismo como enfoque ético: las emociones no sólo se vivencian, se pueden y deben cultivar, como acertadamente señala A. Cortina siguiendo a Aristóteles. Cuanto mayor sea esta formación, mejores razones podrá el “formando” dar sobre sus decisiones en el terreno de lo moral. La intuición de Blas Pascal de atender también a las “razones del corazón” quedan, curiosamente, constatadas mediante los descubrimientos de la neurocardiología.
Por lo tanto, a aquellos autores que afirman que hay una moral universal inscrita en el cerebro se les podría recomendar una revisión de lo que entienden ellos por “cerebro” (obviamente, y en esto estamos con A. Cortina, algunas posturas provenientes de la neurociencia sólo conllevan a reduccionismos positivistas del campo de lo moral). Pero sí creo que la neurocardiología aporta elementos muy interesantes para una idea de moral universal como estructura en el sentido zubiriano. Aquí no puedo extenderme más, espero que se pueda vislumbrar este punto con la exposición en i).
iii) Para concluir finalmente, creo que con la neurocardiología la “compasión”, entendida como valor moral y “motor del sentido de la justicia”, gana una nueva y definitiva evidencia. Hoy podemos claramente decir sin miedo a equivocarnos, que cuando hablamos de compasión nos referimos a esa emoción que surge desde el corazón (ya no sólo en sentido figurado) y que nos lleva a la máxima acción racional de la que es capaz un ser humano, la de ayudar a sus semejantes. Una ética de la “razón cordial” no sólo es deseable, sino plenamente posible.