Cuando acabamos apenas de sortear el quicio final de un desquiciante 2010, la filosofía de la responsabilidad social empresarial (RSE) cumple casi una década de aplicación sistemática en muchas empresas de nuestro país. Y unos pocos años más en los países más adelantados en este terreno (que son los más desarrollados). Un tiempo que debería ser suficiente para que los resultados, inevitablemente lentos y paulatinos, empezaran a dejarse notar de una manera ya suficientemente perceptible. En todo caso, un tiempo apropiado para hacer balance.
¿Cuál es el saldo de este balance? No es fácil concretarlo. Sin duda, se han producido muchos avances. Avances quizás que muchos no sospecharían diez años antes: estructuras organizativas ya muy consolidadas en muchas empresas, formalización de políticas, códigos de gobierno y de conducta, informes de RSE y procedimientos de verificación, sistemas de diálogo con grupos de interés, desarrollo de políticas más avanzadas de acción social, incluso progresivo (aunque todavía epidérmico) contagio de la RSE en todos los ámbitos de la actividad…
¿Deberíamos entonces los partidarios de la RSE sentirnos satisfechos? ¿Optimistas, al menos, ante las perspectivas de un futuro crecientemente halagüeño para estas ideas? Es posible: yo, ciertamente, no lo rechazo, pero tampoco acabo de estar completamente seguro. Es verdad que hay motivos para pensar que bastante se ha mejorado, pero quizás haya muchos más para pensar lo contrario. En todo caso, creo que no está demás contemplar la década pasada con una -siempre necesaria- perspectiva crítica: una perspectiva que es también autocrítica respecto de lo que muchos hemos venido defendiendo y en lo que hemos venido creyendo, a veces, quizás, demasiado ingenua o complacientemente.
Por una parte, y pese a todas las excepciones que puedan hacerse, la RSE no acaba de superar una limitación decisiva: sigue sin llegar de forma significativa a las pymes, que constituyen la inmensa mayoría del tejido empresarial. La cuestión de la RSE es todavía una cuestión marcadamente minoritaria y acentuadamente focalizada en la gran empresa.
Pero incluso en este ámbito no deja de ser algo todavía periférico: aún en el colectivo mucho más restringido de las grandes empresas aparentemente preocupadas por la RSE, el balance dista de ser nítidamente positivo para quien lo contemple con una sana mirada objetiva. ¿O es que, pensando a calzón quitado, nos sentimos capaces de afirmar sinceramente que, tras una década de esfuerzos, la gran empresa es, de verdad, más responsable?; ¿es que ha cambiado realmente sus criterios y pautas de comportamiento?; ¿es que ha integrado con autenticidad la responsabilidad social en su estrategia, en sus sistemas de gobierno, en sus modelos de negocio, en sus políticas de relaciones laborales, en su transparencia y en su sensibilidad hacia los intereses de todos aquellos a quienes, directa o indirectamente, su actividad afecta?; ¿es que contempla con franqueza la RSE como un ineludible criterio de calidad integral imprescindible para la mejora de la competitividad?
Lo que la realidad nos sigue evidenciando con terca tozudez en no pocos casos es que la RSE sigue siendo para muchas empresas una cuestión, en el fondo, básicamente de imagen y de reputación. Una cuestión a la que, ciertamente, bastantes empresas dedican ya presupuestos y esfuerzos considerables, para la que implementan políticas crecientemente sofisticadas y en la que se comprometen con todo tipo de acuerdos. Pero muy frecuentemente sin sobrepasar la esfera de lo simplemente formal, con una empalagosa instrumentalización y limitando en la práctica la actuación a ámbitos relativamente marginales de la gestión.
Y lo que es peor: políticas y compromisos que, en demasiadas ocasiones (repetimos: no siempre), se establecen y de los que se presume al tiempo que se sigue manteniendo una perspectiva esencialmente cortoplacista, se siguen minusvalorando los problemas que la actividad genera en el entorno, se siguen despreciando (o tratando de trasladar al conjunto del sistema) buena parte de los riesgos potenciales y se sigue supeditando el interés de todo grupo de interés a la persecución del beneficio puro y duro. El año que acaba de finalizar nos deja, en este sentido, jugosos ejemplos: desde los comportamientos de algunas de las entidades financieras más responsables de la crisis hasta el desastre de BP en el Golfo de México.
Sin duda, se pueden (y se deben) hacer muchas excepciones, pero mucho me temo que la oscura realidad apuntada no es una simple distorsión provocada por un pesimismo exagerado. Es el paisaje después de una batalla en el que -como en la desasosegante novela de Juan Goytisolo cuyo título parodia el de este modesto artículo- domina sobre todo una gran contradicción: la RSE parece -tanto en el campo académico como en el empresarial- cada día más claramente vencedora; pero pocas veces como en el final de la década pasada hemos podido ser testigos de mayor irresponsabilidad en la gestión empresarial (incluso entre empresas que hacían pública -y bien publicitada- fe de responsabilidad social).
No es posible, en este sentido, olvidar el trasfondo general del tiempo en que vivimos y la durísima enseñanza de la crisis en la que permanecemos encenagados. Una crisis que marca nuestra experiencia vital y que obliga a repensar radicalmente muchas ideas (y desde luego, en el campo de la RSE). Una crisis generada y extendida en buena medida por grandes empresas (algunas, con elegantes políticas y sistemas de gestión y espléndidas evaluaciones de RSE), agravada por los recursos públicos que ha sido necesario destinar para evitar el hundimiento de esas grandes empresas y agudizada hasta lo impensable por las actuaciones que muchas de esas mismas empresas han venido manteniendo después.
No es posible, así mismo, olvidar que, tal como la crisis ha mostrado (una vez más), muchos de los aspectos valorados para calibrar la responsabilidad social de las empresas no son más que elementos (¿ornamentos?) complementarios de importancia secundaria, que pueden ser perfectamente asumidos en medio de comportamientos de una flagrante irresponsabilidad social.
No es posible, igualmente, olvidar la responsabilidad de las grandes empresas en el modelo socio-económico que, con carácter general, se está arbitrando como presunta solución frente a la crisis: ¿o es que no tienen estas poderosas entidades ninguna influencia en la creciente desigualdad que se está generando en las economías occidentales -y claramente también en la española- y en la distribución de esfuerzos necesarios para costear una crisis provocada por unos (muy pocos), pero pagada (muy duramente) por la inmensa mayoría?
Como tampoco es posible, finalmente, olvidar que -como muchos expertos vienen sosteniendo- la RSE no es independiente de las tendencias generales de la política económica: y que la irrefrenable tendencia a la desregulación (pese a las promesas iniciales tras el desencadenamiento de la crisis) y el consiguiente fomento del cortoplacismo genera barreras y limitaciones poderosas para el progreso de la RSE (cuando no incentivos difícilmente rechazables a la irresponsabilidad).
Es un contexto en el que a algunos se nos hace crecientemente difícil resaltar sin más los indudables avances en la RSE: porque, aún reconociéndolos, la irresponsabilidad dominante pesa cada vez más; y porque sería también irresponsable no recordar permanentemente las penalidades que algunas empresas han provocado a tanta gente inocente.
Un contexto, por eso, en el que no puede extrañar que vuelvan a tomar fuerza las voces que reclaman que el único remedio eficaz frente a ese tipo de comportamientos radica en una agenda pública de impulso de la RSE mucho más activa y compulsiva y en una regulación y una supervisión consiguientemente mucho más estrictas. Una reclamación que, ante la evidencia de los hechos, quien esto escribe no puede dejar de compartir. Y no sólo en cuanto a la conveniencia de iniciativas de fomento público de la RSE, sino también en cuanto a la necesidad inevitable de medidas regulatorias para evitar o penalizar comportamientos empresariales gravemente nocivos para la sociedad. Es decir, para reducir significativamente el margen de libertad de la gran empresa de forma que no pueda seguir imponiendo tan impune e irresponsablemente sus objetivos.
Nada nuevo en el fondo: es la idea que nutrió el movimiento inicial por la RSE. Es también la conclusión a la que, tras no pocos rodeos, está llegando un número creciente de expertos: el convencimiento de que, por encima del eterno debate bizantino sobre la voluntariedad de la RSE, es la regulación el factor que más la impulsa en la práctica.