Adela Cortina, 05/10/10
La catastrófica crisis económica que vivimos, tan dolorosa para millones de personas con nombre y apellidos, ha estallado cuando está boyante el discurso de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) en memorias anuales, índices de empresas responsables, masters y publicaciones. La pregunta es inevitable: ¿era cosmética o ética?, ¿maquillaje para tener buena apariencia o vitaminas que fortalecen por dentro?
De todo hay, claro está, y existen causas de muy diverso género. Pero la crisis es también una prueba de que buena parte de las organizaciones del mundo económico y político no han asumido ese discurso, cuando en realidad pertenece a la entraña misma de esos mundos: no viene de fuera, sino que es suyo.
Una empresa inteligente -viene a decir el discurso- no opta por una ética del desinterés, cosa imposible para una empresa moderna, sino del interés común. No abandona el mundo de los incentivos, de la búsqueda del beneficio y la viabilidad, sino que trata de lograr su beneficio a través del beneficio compartido. Por eso intenta convertirse en esa «empresa ciudadana» que las gentes ven como cosa suya, porque genera riqueza material, trabajo y valores intangibles en su entorno. Apuesta por la transparencia que va generando confianza y forjando la reputación, valores sin los que es difícil mantener la viabilidad. Por eso, la empresa prudente trata de conocer las aspiraciones de sus grupos de interés y de responder a ellas. Responsabilidad, transparencia y confianza son entonces imprescindibles para alcanzar el bien de la empresa al medio y largo plazo. Siempre que exista un marco institucional capaz de asegurar razonablemente que se cumplen las reglas de juego.
No ha funcionado en demasiados casos el marco institucional, encargado de controlar las actuaciones financieras, de poner sobre aviso a inversores y a consumidores. Han fallado los marcos y por eso es necesario el control. Pero a pesar de la convicción leninista de que «la confianza es buena, pero el control es mejor», los dos son imprescindibles. Sin control, los bancos juegan al riesgo excesivo, al préstamo basura un día y a no prestar al siguiente, los ayuntamientos avalan recalificaciones, los consumidores se endeudan más allá de lo razonable y llega un tiempo en que el tren de la actividad económica da un brusco frenazo. Que parece que, al menos en parte, es lo que nos ha pasado. Pero sin confianza decaen las transacciones, disminuye la inversión, escasean los préstamos, cierran las empresas, aumenta el desempleo y crece el sufrimiento.
¿Es que el discurso de la RSE, como ha dicho José Ángel Moreno, está en realidad desvinculado de los sistemas de gobierno corporativo? ¿Es que no se ha incorporado al núcleo duro de una muy buena parte de empresas, cuando en realidad les es consustancial?
Tal vez lo que ocurre es que hay dos tipos de incentivos, los buenos y los malos, los que pertenecen al juego limpio de la empresa y los espurios. Los últimos pueden ser útiles en alguna ocasión, pero no ser los principales, como mostraba el filósofo MacIntyre con el ejemplo de un niño, cuyos padres quieren que aprenda a jugar al ajedrez y, como no le gusta, le prometen caramelos cada vez que juegue. El incentivo de los caramelos puede servir para que conozca el juego y se interese por él, pero si con el tiempo sigue sin gustarle por sí mismo, hará trampas cuando pueda.
Si el directivo de un banco al asesorar a los clientes está pensando en que su salario o su ascenso dependen de que inviertan en determinados fondos, intentará persuadirle de que es un riesgo asumible con el que ganará considerablemente. Las demás opciones son «conservadoras», adjetivo que tiene ya un sentido peyorativo. Claro que, a diferencia del ajedrez, el directivo también cuenta con la ambición del cliente. Pero no es un buen profesional el que no advierte de los riesgos previsibles, ni el que hace préstamos basura, porque no es ése el sentido de su profesión y por eso genera desconfianza.
Si globalizamos la partida de ajedrez, resultará ser que, además de las turbulencias de que hablan los economistas, ha habido organizaciones y gentes concretas que no han creído en el valor de su profesión, que han arriesgado lo suyo y lo ajeno, convencidos de que a ellos les sacarán las castañas del fuego. Lo peor de todo es que en este juego algunas veces pagan los protagonistas, pero en todas las ocasiones pagan los peor situados, los débiles. Los que se quedaron sin trabajo, los que no pudieron pagar la hipoteca, los que tuvieron que cerrar su pequeña empresa, los inmigrantes que regresaron a sus países y se acabaron las remesas, fuente principal de ingresos para esos países.
En el documento de la última cumbre del G-20, los líderes mundiales hacen una afirmación asombrosa: «Reconocemos la dimensión humana de la crisis». Pero ¿es que ha existido alguna vez una actividad económica sin dimensión humana? ¿No es cierto que la economía ha de ayudar a construir una buena sociedad y, cuando no lo consigue, fracasa rotundamente, teniendo en cuenta que esa buena sociedad hoy ha de ser mundial?
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, Académica de la Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas, y directora de la Fundación ÉTNOR.
Artículo publicado en el periódico El País, (05/05/09)