Pero esta mala situación no es nada natural ni necesaria. Nos hemos acostumbrado a que nuestros políticos asuman toda la responsabilidad de la vida pública y así nos ha ido. Parafraseando una sentencia bien conocida, la política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. La ética nos enseña que el principio de autonomía, que la libertad y el respeto recíproco, son las reglas básicas de la convivencia. Desde esta situación de sabernos todos iguales, intentamos construir una voluntad conjunta, una vida en común. El problema de la política es convertir lo deseable, lo que debería ser, en lo posible, lo que puede ser y acaba siendo nuestra realidad. Parece que hemos olvidado que esta tarea no corresponde sólo a nuestros representantes, que nuestra responsabilidad política no empieza y acaba en la acción de depositar un voto cada cuatro años. Nuestros políticos, democráticamente elegidos, deben tomar las decisiones, pero no tienen en exclusiva, ni han tenido ni van a tener, la verdad o la justicia. Son conceptos que dan sentido a la vida política y que todos y cada uno tenemos la obligación de definir y defender desde cada una de las esferas de nuestra vida social.
Ser ciudadano significa ser co-responsable de lo público, de las leyes y políticas que estructuran nuestra vida en común y esto es algo más que ser portador de derechos. También implica ser portador de obligaciones, de responsabilidades. Desde nuestros hospitales, como profesionales sanitarios, desde nuestras empresas, como trabajadores y empresarios, desde nuestras aulas como educadores, desde nuestra posición familiar, etc., también somos responsables de la definición y gestión de las políticas públicas. Siempre por supuesto desde el principio básico de que la responsabilidad es proporcional al poder. Esto significa que también somos culpables de la situación actual de la sanidad, de la educación, de la justicia, de la responsabilidad social y ecológica de las empresas, etc.
Apostar por una revitalización de la ética en la política, no solo implica que seamos capaces de elegir unos representantes políticos con altura moral, que no sean unos simples sinvergüenzas. Apostar por una democracia sana implica apostar por un mayor esfuerzo de participación ciudadana desde las distintas esferas de la sociedad civil en las que, de una u otra forma, tenemos poder. Ante la pregunta de qué hacer aparecen miles de propuestas para recuperar el protagonismo de los ciudadanos, desde la opinión y la crítica en los medios de comunicación, desde nuestros lugares de trabajo, desde nuestros puntos de reunión y diversión, desde la universidad, etc. Los políticos deben tomar decisiones, pero iremos de mal en peor si abandonamos en sus manos el deliberar qué queremos ser como colectividad y cómo queremos lograrlo. Es hora de darnos cuenta de todo lo que estamos perdiendo por nuestro desinterés por lo público.