Neurociencias: ¿Una nueva filosofía?

Patrici Calvo, 04/05/11

Las ‘neurociencias’ se han convertido actualmente en todo un fenómeno científico a la sombra de los espectaculares avances tecnológicos que han permitido detectar, entre otras cosas, qué zonas se activan en el cerebro cuando odiamos, amamos, reímos, valoramos, deliberamos, nos indignamos, etc. Este hecho es apreciable a través de la gran cantidad de libros, revistas científicas, jornadas, congresos y seminarios que sobre esta disciplina de la ‘neurofisiología’ han visto la luz en la última década y que aumentan en número cada nuevo año.

La ‘neurociencia’ estudia empíricamente, a través de imágenes de la actividad cerebral extraídas mediante Magnetoencefalografía, Topografía de Emisión de Positores y, sobre todo, Resonancia Magnética Funcional (fMRI), cómo funciona el cerebro, sobre todo humano. El uso y aplicación de estas modernas técnicas ha permitido mostrar dos cuestiones importantes. En primer lugar, que evolutivamente diferentes partes del cerebro se han ido especializando en una función concreta. Y, en segundo lugar, que además existe un nexo de unión entre ellas. La localización en el cerebro de cada una de estas zonas específicas ha dado lugar a un buen número de nuevas especialidades dentro de la ‘neurociencia’, tales como la ‘neuroética’, el ‘neuromarketing’, la ‘neurosociología’, ‘neuropolítica’o la ‘neuroeconomía’ por citar algunas de las más relevantes; especificidades que buscan discernir cómo funcional el cerebro humano para, entre otras cosas, intentar predecir las conductas de los agentes.

La ‘neuroeuforia’ desatada alrededor de los primeros estudios realizados, sobre todo por las posibilidades que parece ofrecer su aplicación en diferentes contextos de interacción humana, choca actualmente con el ‘neuroescepticismo’ de quienes entienden que los fundamentos sobre los cuales se apoyan sus conclusiones no son todavía suficientemente sólidos para obtener el consenso de la comunidad científica, y con la ‘visión crítica’ de quienes intentan discernir qué implicaciones morales pueden tener estos estudios y qué mínimos deberían estar detrás de todo intento de aplicación.

Pero lo que parece claro es que los avances de las neurociencias, y con ellas nuestro conocimiento del cerebro, están modificando nuestra concepción de la ética, la economía y la política. Por ese motivo, se ha puesto en marcha desde la Universitat Jaume I el curso «Neurociencias: ¿Una nueva filosofía?» con el objetivo principal de analizar de manera interdisciplinar la relación entre la ética y las neurociencias, tanto en el terreno de la ética aplicada como en la economía y en la política, a través de conferencias, talleres y mesas redondas que, por una parte, muestren el estado del arte y, por otra parte, permitan generar un debate enriquecedor y una reflexión conjunta que ofrezca, más que respuestas, orientaciones.

La implicación que la ‘neurociencia’ puede tener en el desarrollo de diferentes ámbitos profesionales y de investigación, como la psicología, la comunicación, la política, la economía, la medicina o la filosofía moral, hacen de este curso un momento interesante tanto para los profesionales implicados en cada uno de ellos como también para los estudiantes universitarios cuyas disciplinas o materias de estudio se encuentran directamente relacionadas con esta: Filosofía, Humanidades, Ciencias políticas, Economía, Medicina y Ciencias de la Comunicación. Un curso que conecta con los problemas actuales y que pretende aportar ideas para su posible resolución.

El curso tendrá lugar los días 20, 21 y 22 de julio de 2011 en el hotel El Palasiet de Benicásim (Castellón) y contará con la presencia de destacados teóricos como Adela Cortina, Ignacio Morgado, Jesús Conill, Fernando Martínez, Cesar Ávila, Pedro E. Bermejo y Domingo García-Marzá entre otros.

Díptico del curso [ver]

Para más información: Cursos UJI

Miércoles, 20 de julio
Neuroética
Mañana
9:30. Recepción y entrega de material.
10:00. Inauguración del Curso
10:30. «Presente y futuro de la Neuroética» Adela Cortina. Universidad de Valencia y Fundación Étnor.
11:30. Pausa-café.
12:00. «Claves para una alianza entre los sentimientos y la razón» Ignacio Morgado. Universidad Autónoma de Barcelona.
13:00. «El cerebro social y la evolución» Fernando Martínez García. Universidad de Valencia.

Jueves, 21 de julio
Neuroeconomía

Mañana
10:00. «La toma de decisiones en las técnicas de neuroimagen» Cesar Ávila. Universitat Jaume I.
11:00. Pausa-café.
11:30. «Aspectos éticos de la neuroeconomía» Jesús Conill. Universidad de Valencia y Fundación Étnor.
12:30. «Neuroanatomía de las decisiones financieras. Del concepto teórico al análisis de mercados» Pedro E. Bermejo. Presidente de la Asociación Española de Neuroeconomía (ASOCENE).

Tarde
16:00. «La comunicación de las emociones» Elsa González, Universitat Jaume I, y Francisco Fernández, Universitat Jaume I.

Viernes, 22 de julio
Neuropolítica

Mañana
10.00. «Neuropolítica: el (nuevo) arte de la manipulación». Domingo García-Marzá. Universitat Jaume I y Fundación Étnor
11:00. Pausa-café.
11:30. «Las neurociencias y la naturalización de la
biopolítica» Castor Bartolomé. Unisinos.
12:30. «La gestión de las emociones en el discurso político» Andreu Casero. Universitat Jaume I. 13:30. Clausura.

La neuroética y las “razones del corazón”

José Manuel Carballido Cordero, 8/01/11

La neuroética puede ser definida como aquella ética aplicada al campo investigativo propio de la neurociencia. Pero también, como la neurociencia de la ética (Neil Levi, “Neuroethics: Challenges for the 21st Century”); en este sentido, se propondría ir más allá de las implicaciones que la neurociencia tiene para la sociedad, con el fin de examinar la posibilidad de un fundamento neurológico del conocimiento y comportamiento morales (Adina Roskies, Neuroethics for the New Millenium).
Adela Cortina, en su muy interesante conferencia de septiembre de 2010 en Valparaíso, también distingue ambos sentidos, denominando “ética aplicada” al primero y “ética (con pretensiones de ser) fundamental” al segundo. Dicha intervención de nuestra profesora en el III Congreso Internacional sobre Xavier Zubiri contempló al cerebro craneal como el único órgano en donde encontrar las bases del comportamiento moral, sin hacer referencia a los intrigantes y relativamente recientes estudios que mencionan la existencia de un sistema nervioso independiente alojado en el corazón de los seres humanos (compuesto por unas 40.000 neuronas), ni de su íntima conexión con el cerebro craneal.
En lo que resta de entrada a este blog, me propongo un triple objetivo: i) introducir al lector una nueva disciplina, la neurocardiología, y sus posibles consecuencias en el terreno de la fundamentación de la ética; ii) proponer una complementación a la respuesta que Adela Cortina da al desafío de la neuroética a la vista de lo recogido en i); iii) para concluir con cómo esta nueva rama del saber médico aporta de modo inesperado un respaldo al concepto de “razón cordial” de A. Cortina. Por lo tanto, recomiendo al lector que escuche la conferencia antes de seguir leyendo esta entrada.
i) La neurocardiología constituye la disciplina psicofisiológica que estudia la actividad neuronal propia del corazón (el órgano posee una red de neuronas independiente), así como sus flujos de información con el cerebro craneal (entre otros, vía sistema nervioso y hormonal). En 1991, el doctor J. Andrew Armour, pionero de la esta rama médica, introduce el concepto de cerebro del corazón, puesto que “el sistema nervioso del corazón contiene todos los elementos necesarios para el procesamiento de información” (2004: 79).
Desde el punto de vista fisiológico, el dr. Armour observa además que los dos centros neurológicos, el del corazón y el del cerebro, están conectados al menos por el sistema nervioso central y el sistema hormonal (desde 1981 se sabe que el corazón es una glándula endocrina que segrega hormonas, entre ellas la oxitocina u “hormona del amor”), por lo que la información fluye en ambas direcciones afectando profundamente la actividad del cerebro craneal. Al respecto, quiero destacar la siguiente particularidad:
“A pesar de que el cerebro craneal está diseñado para una comunicación en ambas direcciones entre los sistemas cognitivo y emocional, el número real de conexiones neuronales que salen de los centros emocionales hacia los centros cognitivos es mayor que el de las conexiones en dirección inversa. Esto explica, en parte, el tremendo poder de las emociones, en contraste con el mero pensamiento. Una vez que una emoción es experimentada, ésta se convierte en una motivadora poderosa de futuros comportamientos, afectando acciones puntuales, actitudes y logros a largo plazo” (Institute of Heart Math).
De esta manera, concluyo que si la neuroética pretende fundamentar neurológicamente la moral no puede obviar las investigaciones de la neurocardiología. La respuesta ha de estar no sólo en el cerebro craneal, sino en las relaciones más complejas de lo que hasta ahora había supuesto la ciencia entre corazón y cerebro.
ii) Lo que acabo de traer a colación no debe entenderse como una confirmación del “intuicionismo moral” tipo Jonathan Haidt, autor mencionado en la conferencia de Adela Cortina. Las emociones informan los pensamientos en gran medida, pero los pensamientos también a las emociones. Asumo que la neurocardiología permite pensar que ante dilemas morales tomados en serio, ambos centros están trabajando en la búsqueda de la mejor decisión posible y que, por lo tanto, sí somos capaces de dar razones convincentes de por qué hicimos A o B, lo cual es fundamental, además, para poner en cuestión muy seriamente el puro emotivismo como enfoque ético: las emociones no sólo se vivencian, se pueden y deben cultivar, como acertadamente señala A. Cortina siguiendo a Aristóteles. Cuanto mayor sea esta formación, mejores razones podrá el “formando” dar sobre sus decisiones en el terreno de lo moral. La intuición de Blas Pascal de atender también a las “razones del corazón” quedan, curiosamente, constatadas mediante los descubrimientos de la neurocardiología.
Por lo tanto, a aquellos autores que afirman que hay una moral universal inscrita en el cerebro se les podría recomendar una revisión de lo que entienden ellos por “cerebro” (obviamente, y en esto estamos con A. Cortina, algunas posturas provenientes de la neurociencia sólo conllevan a reduccionismos positivistas del campo de lo moral). Pero sí creo que la neurocardiología aporta elementos muy interesantes para una idea de moral universal como estructura en el sentido zubiriano. Aquí no puedo extenderme más, espero que se pueda vislumbrar este punto con la exposición en i).
iii) Para concluir finalmente, creo que con la neurocardiología la “compasión”, entendida como valor moral y “motor del sentido de la justicia”, gana una nueva y definitiva evidencia. Hoy podemos claramente decir sin miedo a equivocarnos, que cuando hablamos de compasión nos referimos a esa emoción que surge desde el corazón (ya no sólo en sentido figurado) y que nos lleva a la máxima acción racional de la que es capaz un ser humano, la de ayudar a sus semejantes. Una ética de la “razón cordial” no sólo es deseable, sino plenamente posible.

Frankenstein: el origen de la Neuroética

Adela Cortina, 12/11/2010

 En 2002 nace un nuevo saber, la Neuroética, en un congreso organizado por la Fundación Dana, interesada por las neurociencias. El congreso se celebra en San Francisco, con la asistencia de un buen número de especialistas, dispuestos a presentar en sociedad a la recién nacida, que tendrá por delante una apasionante tarea: no solo se ocupará de evaluar éticamente las investigaciones y las aplicaciones en neurociencias, sino también de tratar problemas fundamentales de la vida humana en los que está implicado el cerebro, como la libertad, la conciencia, el yo, la relación mente-cuerpo o las bases cerebrales de la moral.

Desde el congreso fundacional han aumentado exponencialmente las instituciones y publicaciones dedicadas al tema, llegando en ocasiones a la convicción de que la Neuroética es al siglo XXI lo que la Genética fue al XX, el gran reto que las ciencias plantean a la ética, ahora gracias al avance de las neurociencias.

El abanico de aplicaciones que abre el nuevo saber es inmenso, pero de entre ellas una se ha convertido en el asunto estrella: el enhancement, la posible mejora de las capacidades humanas interviniendo en el cerebro, el perfeccionamiento de facultades normales, y no solo la curación de patologías. La perfectibilidad del hombre, el gran reto del siglo XXI, las virtualidades y los límites de conseguir hombres y mujeres mejores interviniendo en el cerebro.

¿No desearía usted que le insertaran un chip para hablar inglés sin necesidad de academias? ¿No querría recuperar aquella fabulosa memoria de la juventud? Si la nueva Genética preparaba el Mundo feliz que diseñó Aldous Huxley, las neurociencias permitirían encarnar por fin el sueño del doctor Frankenstein.

Porque según cuenta uno de los fundadores de la Neuroética, William Safire, el nuevo saber nació en realidad en 1816 con el Frankenstein de Mary Shelley. ¿Lugar? Villa Diodati, en los alrededores de Ginebra. Allí se han reunido Lord Byron, Shelley, Polidori y Mary, que más tarde llevaría el nombre de Mary Shelley. El mal tiempo les obliga a permanecer en la villa y deciden hacer la apuesta de escribir cada uno un relato de terror. Al finalizar la estancia solo Mary ha sido capaz de terminar ese relato Frankenstein: el Prometeo moderno, con el que, al parecer, y sin ella saberlo, nació la Neuroética.

Claro que contar de este modo la prehistoria del nuevo saber puede parecer disuasorio, que es un intento de prevenir contra las posibles consecuencias nefastas de la tarea prometeica de intentar crear hombres más perfectos, porque puede llevar a producir monstruos. Como ella misma confiesa, Mary había leído los trabajos de Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, sobre la creación de la vida artificial, y los toma como base para su obra. Por eso, aunque empieza escribiendo una historia de terror, va pasando poco a poco a contar un relato sobre la perfectibilidad del hombre y acaba descubriendo que el presunto hombre más perfecto no es más que un monstruo. Se trataría a fin de cuentas de una novela educativa más, con una moraleja que convendría recordar en el siglo XXI, cuando las técnicas de neuroimagen permiten conocer más a fondo el cerebro y se hacen posibles intervenciones de mejora. Agitar el espantajo del monstruo de Frankenstein sería la forma de prevenir frente a esta nueva tarea prometeica.

Pero no es este el mensaje que encontrará en la novela de Shelley quien no solo lea el comienzo, sino que llegue hasta el final. Sin duda la criatura de Frankenstein es un hombre distinto de los conocidos, más perfecto en algunas de sus capacidades, pero, precisamente por eso, no puede encontrar a ningún semejante, nadie puede reconocerle como un igual en humanidad. Y el hilo conductor de la novela es la búsqueda desesperada de un igual en quien poder reconocerse, a quien poder estimar y de quien recibir estima. Al final del relato el monstruo maldice a su creador por haberle creado con un gran anhelo de felicidad y sin los medios para satisfacerlo: le ha dado grandes capacidades, pero no la posibilidad de encontrar a un igual con el que compartir vida y destino, no hay derecho a crear a un ser sin ofrecerle a la vez los medios para ser feliz.

Ese era en realidad el mensaje de Mary Shelley: que los miembros y los órganos de un ser humano, incluido el cerebro, pueden ser muy perfectos, pluscuamperfectos, pero nada garantiza que su vida sea una vida buena si no puede contar con otros entre los que saberse reconocido y estimado. «El ángel rebelde -dirá el monstruo de Frankenstein- se convirtió en un monstruo diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta en su desolación, con amigos y compañeros. Yo estoy solo».

Tal vez este debiera ser el mensaje de una Neuroética pensada en serio, prometedora en tan gran cantidad de posibilidades, cuidadosa de esa dimensión del reconocimiento mutuo sin la que la felicidad flaquea. Tal vez sea ese el modo de superar el fracaso de Frankenstein en un proyecto de vida, no tanto más perfeccionada, como buena.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas, y directora de la Fundación ÉTNOR.
Artículo publicado en el periódico El País el 17/10/2010

Neuroética: ¿existe o no la libertad humana?

02/11/09 Patrici Calvo
El catedrático de la UCM Diego Gracia, dentro del programa de doctorado interuniversitario en Ética y Democracia, ofreció ayer en Valencia un exquisito seminario sobre el estado actual de la neurología y los últimos progresos en su afán por descifrar los secretos del comportamiento humano.
Según el profesor, la neurología –y más concretamente la neuroética– se ha convertido hoy en todo un fenómeno científico. Sólo es preciso observar la cantidad de libros, revistas y jornadas que florecen mes a mes por todos los rincones del mundo y cuya temática se centra casi exclusivamente en esta disciplina concreta de la neurofisiología, la ciencia que se preocupa de las funciones del cuerpo. Este nuevo movimiento se debe a los espectaculares avances tecnológicos que permiten detectar qué zonas se activan en el cerebro cuando odiamos, amamos, reímos, etc. Avances que supuestamente permiten albergar esperanzas de conocer qué determina la conducta humana, la conducta moral de las personas.
La preocupación de la ciencia por adentrarse en un campo que hasta hora parecía exclusivo de los filósofos, tiene históricamente tres momentos importantes:
El primero de ellos se remonta a los años 60. Concretamente a la publicación por parte de Karl Popper y John C. Eccles de “El Yo y el cerebro”. Éstos llegaron a la conclusión de que el cerebro no lo controla todo, que existe un impulso inicial que no deviene de sí mismo. Un impulso inicial que los autores identificaron como el Yo.
A raíz de la controversia generada por la publicación del libro, se gesta el segundo momento. Benjamin Libet, discípulo de Eccles, diseñó un dispositivo para demostrar las teorías de su maestro y acabar con la controversia generada. Sin embargo, los resultados fueron sorprendentes a la vez que contrarios a las pretensiones del neurólogo. El experimento demostró que 400 milisegundos antes de tomar una decisión, el cerebro humano ya ha enviado un impulso de movimiento. La conclusión fue clara: Eccles no tenía razón. El cerebro ya ha decidido antes de que nosotros tomemos la decisión. Por tanto, no existe la libertad humana.
El experimento de Libet produjo el tercer momento y que continua vigente en la actualidad. Este tercer momento tiene que ver con el aumento de los estudios neurológicos sobre la libertad, sobre la capacidad de decidir libremente nuestros actos.
Sin embargo, el mayor problema actual estriba en que estos neurólogos dedicados a tales estudios tienen escasos conocimientos filosóficos, con lo cual sus conclusiones suelen ser falaces, erróneas o restringidas.
En primer lugar, porque la gran mayoría de las investigaciones se centran en un concepto de libertad restringido, un concepto de libertad cuyo significado se alimenta básicamente del libre albedrío. Sin embargo, es necesario concretar de qué libertad estamos hablando, pues ésta no tiene el mismo significado para los clásicos que para los medievales, los modernos o los post modernos, para Aristóteles que para Guillermo de Ocam, Kant, Heidegger o Derrida. Por ello, es necesario conocimientos filosóficos para poder abordar este tipo de estudios y determinar si estamos en condiciones de afirmar que un experimento demuestra o no la libertad de las conductas humanas.
Y en segundo lugar porque en los estudios neurológicos referentes a las conductas humanas se suele confundir los planos del cómo y del qué. Estudiar la cualidad en tanto que cualidad es el qué, estudiar la cualidad en tanto que otra cualidad es el cómo. Los neurólogos intentan reducir las cualidades primarias a otras cualidades, sin embargo, una cualidad primaria no puede explicarse por medio de otra, por lo que suelen caer en reduccionismo. Podemos explicar a un ciego que el color verde se produce por esto y por lo otro, pero eso, por más que lo intentemos, no le permitirá imaginarse qué es color verde. Es imposible explicar una cualidad primaria mediante su reducción a otra u otras cualidades.
En conclusión, es cierto que el acto libre tiene que ver con un conjunto de mecanismos fisiológicos que se producen 400 milisegundos antes. Se trata de un acto no humano que condiciona y determina, un factor que es genético. Ahora bien, también existe un factor formal en todo ello que no puede quedarse al margen. Es legítimo estudiar el cómo, pero también debe estudiare el qué. No hay que eliminar ninguno de estos planos. Ambos son necesarios para no perder el sentido. Y si el neurólogo no tiene ni idea de filosofía, no puede pretender explicar la libertad a través del cómo.
Los valores son cualidades primarias. No pueden explicarse a través de otras cualidades. Sabemos que devienen –entre otras cosas– de sentimientos, pero intentar explicar los valores desde éstos es un grave error. Cada valor es una cosa en sí que debe explicarse desde sí mismo, como cualidad en tanto que cualidad, no sólo como cualidad en tanto que otra cualidad.