Hace unos meses quedaba atónito frente al televisor contemplando cómo nuestros líderes políticos europeos apoyaban incondicionalmente los diferentes movimientos surgidos en sendos países del mundo islámico. Aquellas revueltas pacíficas de la sociedad civil, que todavía hoy siguen muy latentes a pesar del silencio de la mayoría de los medios de comunicación, terminaron convirtiéndose en revoluciones que acabaron derrumbando fuertes y consolidadas dictaduras. Regímenes totalitarios que durante décadas habían restringido duramente las libertades de sus ciudadanos, o como diría el premio Nobel de economía Amartya Sen sus capacidades «para poder llevar a cabo aquello que tienen buenas razones para valorar».
Durante aquellos días insistía una y otra vez que la democracia en España, y en general en toda Europa, estaba empezando a revelar claros síntomas de agotamiento. La sociedad se estaba mostrando muy desencantada con sus políticos y sus políticas, sobre todo después de observar con cierto aturdimiento cómo políticos y políticas eran incapaces de proteger a los más débiles de los efectos perniciosos de una crisis económica que no habían ayudado a construir y, sin embargo, muy capaces de salvar -e incluso maximizar- el patrimonio y el estatus de quienes tuvieron responsabilidades directas en ello, sobre todo banqueros y grandes empresas multinacionales. No es de extrañar que, como mostraba El País el 14 de marzo de 2011 a través de los datos de una encuesta realizada en diferentes países de la Unión Europea, el 90% de los encuestados «no confía mucho» o «no confía nada» en la honestidad e integridad de sus políticos; cifras ciertamente alarmantes y escandalosas tratándose de países con una fuerte y consolidada democracia.
Ayer nos levantamos con la noticia de que Castellón, Valencia y otras ciudades españolas [50] se habían adherido al movimiento «indignados» que desde el 15 de mayo ha tomado las calles de Madrid y que tiene su centro neurálgico en la misma Puerta del Sol de la capital española. Tras el lema «¡Democracia real ya! No somos mercancía en manos de políticos y banqueros» muchas personas de diferentes edades mostraban en las calles y plazas de sus ciudades su frustración e indignación con el sistema actual, y reclamaban al mismo tiempo el respeto y el reconocimiento que les ha sido negado por sus políticos durante toda la gestión de la crisis económica actual. Por ello, la sociedad española está hoy en la calle y exige cambios en el sistema democrático. Entre los cuales destaca la reforma necesaria del Senado, la realización de un referéndum para decidir si el pueblo quiere o no que se ayude con dinero público, su dinero, a los bancos y cajas –al igual que sucedió en Islandia- y la imposibilidad de que políticos imputados por corrupción puedan presentarse a unas elecciones. En definitiva, lo que está pidiendo la sociedad española es una democracia participativa donde sus argumentos válidos y no un mero voto cada cuatro años sean tenidos en cuenta por sus dirigentes.
Efectivamente son situaciones muy distintas las que produjeron las revoluciones en los países musulmanes y las que están produciendo los primeros movimientos en la Unión Europea, pero sin embargo lo que subyace en la base de todo ello es muy similar y ataca en un mismo sentido: la falta total de libertades en el caso de unos, la pérdida continuada de libertades en el casos de los otros.
Como dice Sen, las libertades instrumentales [servicios económicos, libertades políticas, oportunidades sociales, garantías de transparencia y seguridad protectora] están interconectadas y se complementan para lograr la concreción de la libertad positiva, la capacidad real de una persona de poder ser o de hacer algo que tiene buenas razones para valorar. Esta interrelación propicia que cuando una de ellas se ve insatisfecha, difícilmente las demás pueden alcanzar su objetivo y la libertad positiva no se concreta. Y esto es precisamente lo que está sucediendo actualmente. Hoy tal vez tengamos libertad para ir a votar, pero la falta de transparencia de nuestras democracias e sus instituciones, organizaciones y agentes principales, los recortes significativos en oportunidades sociales, la minimización de las posibilidades de acceso a un salario justo, y la reducción considerable del estado de bienestar hace que los ciudadanos se sientan defraudados con el sistema y con sus representantes y busquen el reconocimiento y el respeto que se merecen y que se les sigue negado desde las instituciones democráticas, actitud que no han tenido éstas con buena parte de los grupos privilegiados.
Castellón, al igual que otras muchas ciudades españolas, también se ha echado a las calles para luchar por el reconocimiento y el respeto que merecen sus ciudadanos y ciudadanas. Hay quienes predicen que todas estas protestas persiguen un fin político, el de la izquierda, y acabará tras las elecciones del 22 de mayo. Tal vez tengan razón y tengamos que aceptar que la sociedad española no es más que una marioneta en manos de políticos y de medios de comunicación. Una sociedad heterónoma, sin carácter ni personalidad, e incapaz de razonar o valorar las cosas por sí misma. Pero tal vez se equivoquen y estemos frente una posible revolución pacífica que contagie al resto de Europa y se convierta —como ha señalado el Washington post— en «una primavera de frustración» que haga realmente cambiar las cosas.
Hoy más que nunca desde el final de la Segunda Gran Guerra, el sentido y la legitimidad de nuestras democracias europeas y de sus instituciones, organizaciones y agentes principales está en juego. Sin duda es necesario que nuestros políticos recuperen la confianza del pueblo, y eso sólo lo conseguirán si dejan que los ciudadanos se expresarse libremente, si escuchan lo que tienen que decir, y si permiten que los argumentos válidos dejen su impronta e influyan en sus acciones y decisiones.