Durante la última década, diferentes estudios han empezado a vislumbrar y a reivindicar una figura tan importante como necesaria para el correcto funcionamiento de la economía: el
homo reciprocans; la cual no por olvidada ha dejado de llevar a cabo su cometido a lo largo de la historia.
El pensamiento neoclásico ha entendido tradicionalmente la economía como una esfera autónoma y aislada donde los individuos se integran y se relacionan con el único propósito de maximizar sus utilidades. Así, cuestiones como el amor, la compasión, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la gratitud o la reciprocidad sólo aparecen en nuestras vidas cuando otras esferas se hacen visibles, como el Estado o la sociedad civil. Dentro del mercado, por consiguiente, prima el individualismo, el egoísmo, la avalorabilidad, el desarraigo, la neutralidad, la eficiencia, la indiferencia, la búsqueda por sobrevivir en un mundo de contrarios, etc.
Esta visión descarnada y deshumanizada del ser humano está siendo atacada muy duramente por, sobre todo, economistas que comprenden la futilidad de seguir manteniendo un discurso tan alejado de la realidad como pernicioso para el correcto funcionamiento de nuestras economías y para el desarrollo y supervivencia de nuestras sociedades. A tenor de las evidencias y del día a día, se hace más necesario que nunca empezar a reconsiderar esa máxima del pensamiento neoclásico que defiende al
homo economicus, egoísta y asocial, como único miembro participante en la esfera económica. Como nos argumentan
Bowles y
Hintis en sus numerosos escritos, la realidad se empecina en mostrar una y otra vez la existencia de personas con una fuerte predisposición a, por una parte, cooperar y colaborar con aquellas otras que mantienen una disposición similar y, por otra, a castigar a aquellas que violan la cooperación y otras normas sociales, aun sabiendo que ambas cuestiones pueden suponer un costo personal elevado: “llamamos a estas personas que actúan de este modo Homo Reciprocans”, un ser «que no busca resultados equitativos, sino equilibrio entre costos y beneficios, una situación de equilibrio” (2001:173).
En el mismo sentido se mueve
Zamagni. Éste entiende que las sociedades no pueden desarrollarse sin la economía, y que ésta no puede funcionar correctamente sin que en ella se den tres principios básicos: eficiencia, equidad y reciprocidad. Una economía ineficiente es una economía que a medio y largo plazo tiende a desaparecer. Introducirnos en la historia nos aportar numerosos ejemplos de cómo fuertes economías dejaron su lugar en el tiempo por no lograr mantener este principio. Del mismo modo, una economía que sólo mire la eficiencia y se olvide de hacer partícipes de sus beneficios a todos aquellos que lucharon por conseguirlos, es una economía que igualmente tiene los días contados. Y finalmente, una economía que se desentiende de la autorrealización de los participantes es una economía triste y falta de la motivación necesaria para continuar avanzando, y mucho menos existiendo. Por ello, cabe pensar que nuestras sociedades necesitan de economías que atiendas correctamente estas tres esferas con la intención de armonizar los tres principios básicos. O lo que es lo mismo, como argumenta Zamagni, necesitamos de economías civilizadas, con sentido de existir, con un rumbo al cual dirigirse. Que contemplen la reciprocidad como algo interno y necesario. Que entiendan la experiencia humana como parte y no como aparte, como una externalidad que no merece consideración alguna. Por tanto, necesitamos economías que se esfuercen en consolidar la armonización de los tres principios básicos apuntados: eficiencia, equidad y reciprocidad (2007:22). Sólo de esa forma es posible su evolución y, por consiguiente, en tanto que condición de posibilidad de su existencia, su supervivencia en el tiempo y la supervivencia de las sociedades a las cuales sirven y por las cuales logran generar sentido.
Ante la evidente cristalización de la eficiencia y la equidad en la economía –patente a través de las empresas y del Estado–, la pregunta que subyace aquí es cómo incluir la reciprocidad dentro de ésta. Para Zamagni está claro: a través del tercer sector, aunque dándole su valor real y no el uso estético e interesado que tanto empresas como Estado hacen libremente de él. Zamagni habla de la necesidad de generar organizaciones de la sociedad civil que se guíen por el Principio de reciprocidad y no por la filantropía, ya sea como depositaria de ésta o como ejecutora. El sentido de tal afirmación se debe a que mientras la reciprocidad se sustenta bajo un sentimiento de gratitud, el cual crea un vínculo entre reciprocador y receptor que permite establecer ciertos tipos de relaciones dentro de la economía -relaciones que no pueden regularse por contrato-, la filantropía se basa sin embargo en un sentimiento de compasión, el cual no crea vínculo alguno y no posibilita, por lo tanto, el establecimiento de tales relaciones económicas. Quien recibe un don (un regalo) fundamentado en la reciprocidad, se siente obligado a responder proporcionalmente porque se genera con ello un sentimento de gratitud. Tal respuesta se espera que esté a la altura, no en cantidad, sino en calidad. O lo que es lo mismo, que sea proporcionada, no equitativa. Pero además, ésta no tiene porque ser dirigida necesariamente hacia la persona de quien partió el don, sino hacia cualquier otro participante de la comunidad.
Estas y otras ideas nos muestran un cambio de tendencia que parece tan irreversible como inevitable. Crisis como la actual nos recuerdan que desligar las economías de las sociedades que les dan sentido es un error que suele pasar factura de manera cíclica y, por desgracia, cada vez con mayor virulencia; un coste que suelen pagar los más desprotegidos. Ante tales situaciones, es más que evidente que nuestras sociedades necesitan replantearse el papel que juega el mercado, el Estado y de la propia sociedad dentro de la economía. Del mismo modo, comenzar a reivindicar la necesidad de integrar en la teoría económica la realidad del ser humano económico, un ser que se hace visible como egoísta e individualista, como maximizador de utilidades, pero que también puede ser contemplado como reciprocador, como ser que coopera y se solidariza a pesar de que tal acción pueda tener un coste nulo o negativo para sí o para su comunidad. Como dice Zamagni, hemos aprendido muy bien que en la economía se mueve un bien privado, presente en el mercado y que se fundamenta a la eficiencia, y un bien público, presente en el Estado y que se fundamenta a la equidad, pero todavía nos falta atender al bien relacional, un hecho que se cristaliza en la sociedad civil y que se fundamenta en la reciprocidad, o lo que es lo mismo, en la felicidad de sus ciudadanos, en la generación de aquellas condiciones de posibilidad que permiten la autorrealización de sus participantes. Es momento, por tanto, de empezar a dejar atrás caducas teorías -que terminan por justificar irresponsabilidades como las acontecidas en esta crisis- y vislumbrar otras posibilidades que permitan el desarrollo y la potenciación de nuestras sociedades.